- Ya han pasado varios años tras esos sucesos y todavía
siguen en mi cabeza todas aquellas imágenes, con sus gritos y el estrepitoso
ruido de los balas impactando contra sus pechos.
Todas las noches tardo en dormirme, o simplemente, no
duermo. Cuando llega el atardecer, me preparo la cena, la tomo en el salón
viendo las noticias del día y cuando son las diez, pongo mi sillón enfrente de
la trancada puerta del salón. Voy al mini bar, lleno un vaso hasta el borde de whiskey,
me siento y coloco el subfusil en mi regazo. Cuando el reloj va avanzando en
medio de la oscuridad, el cansancio empieza a pesar sobre mis párpados y
empiezo a dormir. Entonces empiezan todos esos sueños… Veo a aquellos soldados
que tuvimos que matar a palazos. ¡Joder! Eran solo unos muchachos de 17 años
que no habían cogido una pistola en su corta existencia y estoy casi seguro que
lo único que sabían sobre la vida era que siempre había un final agridulce:
agrio por la muerte y dulce por la salvación. Apostaría que soñaban con ser
padres, convertirse en abuelos para ser felices por última vez con sus nietos
antes de morirse, pero no, se tuvo que dar aquel maldito conflicto con los
amarillos y tuvimos que pasar la hoz por los campos para terminar con las malas
hierbas de la cosecha. También sueño con
aquella vez que me quedé con tres comunistas coreanos, encerrados en un zulo,
que les tuve que matar con mis propias manos, desnudas. Este es el peor de los
recuerdos que puedo tener, porque lo que más atormenta a un hombre… es lo que
no le ordenan hacer. Pero esto es el principio del mal sueño, porqué después
vienen las terribles balas que nos estuvieron acosando durante cinco horas en
una trinchera donde solo quedábamos trece personas, y nadie nos ayudó a salir
de allí… ¡NADIE! Para eso nos quiere la patria, para tenernos luchando en el
frente y cuando solo quedan cuatro gatos heridos, como era en nuestro caso, nos
dejan abandonados, a una muerte segura, por que si es por obra divina de Dios
estaríamos junto a otros miles de combatientes tumbados mientras dejamos que
nos degusten los parásitos.
Entonces llega el momento en el que me despierto con el
subfusil entre las manos, con los músculos tensos y lleno de sudor. Oigo ruidos
extraños en el exterior, tumbo rápidamente el sillón y me pongo de espaldas a
él, cubriéndome, con el arma preparada, esperando a que entren los dichosos
rollitos de primavera a que me maten, pero lo único que entra es el aire por
las rendijas de la puerta y la cerradura.
Después de que amanece, y como todo niño que sigue teniendo
miedo del hombre del saco, salgo poco a poco de su escondite y miro cada
recóndito lugar del hogar con el arma dispuesta a abrir fuego contra cualquier
movimiento brusco. Algunas veces termino disparando a alguna puerta o cortina
debido a la corriente y siempre tengo
que repararla o comprar una nueva.
Entonces se queda en silencio. Todas las palabras que había
pronunciado habían sido absorbidas por las paredes y por el otro individuo
sentado al lado suyo. Se mantenía recto y frío, pero realmente interesado en la
historia que el anciano hombre le estaba narrando. Paró de tomar apuntes en su
bloc, llevándose la pluma al bolso de su camisa. Se quitó las gafas y espero,
como si yo tuviera respuestas a todas sus preguntas. Me analizaba de arriba
abajo, escrutando con su lúgubre mirada cada centímetro de mi perceptible piel.
Se quedo callado. Acto seguido me preguntó.
- Me acabas de contar
las cosas que te imposibilitan ahora mismo estar tranquilo pero, ¿por qué no me
hablas de las cosas que pasaron durante tu estancia fuera de tu casa, como por
ejemplo, esas cicatrices?
Silencioso, me siento en el sillón en el que estaba me había
encontrado tumbado hasta el momento, me sitúo
de frente a él, me quito la camisa y me arremango la pernera izquierda de los
tejanos. El hombre coloco su espalda lo más pegado a su silla posible, con los
ojos desorbitados, por asco o por saber como puede estar eso ahí, pues las
cicatrices que estaba viendo no eran uno o dos cicatrices pequeñas, eran
enormes, cruzaban todo su abdomen, pecho, brazos y la pierna.
- ¿Por cuál quiere que le empiece? -le señalo la del brazo,
con precaución, como si fuera a cobrar vida y a traspasarle el daño sufrido-
¡Ah! Esta… Empiezas por mi favorita, esta me la hice en el zulo, y por lo que
parece, te has fijado en que tiene una forma circular, es debida a que me
querían amputar el brazo en el forcejeo. Las de mi torso como puedes observar,
junto a las de la pierna, son de balas, en la maldita trinchera donde nos
dejaron tirados –entonces se gira y le muestra su espalda, toda ella una
cicatriz de por si- ¿Ves esto? Este es el precio de intentar salvar una vida, y
luego aun así se te escape entre los dedos.
De repente, deja de hablar, y la sala vuelve a sumirse en un
profundo silencio, pero esta vez tenso. El anciano se sentaba a la vez que se
abotonaba despacio los botones de la camisa, pero en su semblante solo podía
verse frustración, y dolor. Cuando terminó, se volvió a recostar en el sillón y
cerro los puños, apretándolos, mientras murmuraba una serie de palabras
inteligibles.
-¿Me parece que has dicho algo que no has dicho en las otras
reuniones que hemos tenido, verdad Walt?- volvió a coger sus apuntes y saco despacio
su estilográfica del bolsillo.
- No me llames Walt, ¿cuántas veces te lo tendré que decir?
Señor Kowalski para usted, que no somos tan amigos para tener estas confianzas –se
mantiene unos segundos callado, dudando si decirle la verdad o no- Si, he dicho
algo que nunca he dicho, y ahora mismo se lo diré y haber si termina de una vez
el infierno de pasar a verle cada miércoles, que un jubilado tiene cosas
mejores que hacer, como pasar la cortacésped por su jardín o ir al monte a por
leña.
Estupefacto, se intenta relajar tras tal visión de la piel
de un soldado descuartizada en una masacre para asimilar mejor lo que le iba a
contar a continuación, pues nunca había querido hablar sobre aquello.
- Durante mi estancia en la parte oriental de Asia, cuando fui
herido de la pierna, conocí a una chica de mi edad más o menos, era una
enfermera novicia, estadounidense, era como una madre, se preocupaba por mí y
por los demás. Era una monada de chica. Le gustaban muchas cosas que a mí me
gustaban, y sobre todo, era de la misma ciudad que yo. Yo de aquella era
soltero, no había ninguna mujer en mi vida y bueno… - hizo una breve pausa,
como lamentando todo lo que estaba recordando- la pedí salir. Fue mi primer y
gran amor de mi vida, pero eso solo duró unos meses –aquí se calló, dando por
concluido el tema de conversación.
-¿Y que paso Kowalski?
No permitiré que usted ahora que está abriéndose deje de hablar solo por
remordimiento pasados, ¡supérelos!
- No es fácil Páter… no es fácil. Unos días después estaba
saliendo con ella, me sentía un hombre nuevo, cada vez que me tocaba ir al
frente no pensaba en tener que matar a gente y en tener que sobrevivir, nada de
eso, solo pensaba en volver junto a ella, hasta que llegó ese día. Unos meses
después, los malditos kamikazes atacaron el campamento base, mientras era de
noche. Cuándo nos avisaron del ataque era demasiado tarde, estaban todos los
amarillos dentro del campamento. Según abrí la puerta de mi departamento había
allí un grupo de ellos, con el subfusil me los cargué a todos, y fui abriéndome
camino hasta la enfermería, y cuando llegué, solo había cadáveres y sangre, y
ella… Ella estaba entre ellos, ¡diablos!, porque tendría que ser ella y no yo…
Tuvimos que enterrar a nuestros muertos allí, y yo mismo me encargué de la
dulce muchacha, la limpie las heridas y la sangre, la vestí, cavé su fosa y
realicé con madera la mejor cruz posible. Es doloroso ver como entierran a tus
seres queridos, pero es acongojante ser tu mismo quién tengas que hacerlo. -
Walt se sienta de nuevo mientras el semblante serio y apesadumbrado mantiene la
mirada fija en el suelo- Y no hay nada más, ya le he contado todo lo que me
ocurre, todos los días, todas las noches.
¿Por qué cada vez que se callaba ese hombre se inundaba la
estancia un aire de seriedad, respeto y serenidad?, se preguntaba Páter. Era
como si cargara con el espíritu de todos aquellos que arrasó la guerra, como
queriéndose manifestar y dar a la gente conocer que lo que paso allí fue más
grave que lo que cuentan los propios anales de la historia.
- Veo, que has visto muchas cosas, y no temes la muerte,
pero a veces la deseas. Eso les pasa a los hombres que han visto lo que han
visto. Como las flores, vamos muriendo, reconocer la vida, en cada sorbo de
aire, en cada muerte…
- Si Páter -le interrumpió secamente- y sabes muchísimo más
que todos esos gusanos de bibliotecas y periodistas del momento, que dicen “que estudian sucesos pasados en la historia”,
pero lo que deberían estudiar realmente son “las
atrocidades que han tenido que vivir los supervivientes de aquellas guerras”.
Unos minutos más tarde, se levanta del sillón, atraviesa
toda la estancia para recoger su chaqueta y su sombrero. Según iba a salir por
la puerta, Páter se levanta y se despide, con la convicción de que igual así se
quedaría un poco más, pero no.
- Tenga buen día señor Kowalski, y vaya usted en paz.
- Gracias, ya lo crea.
Y por favor, llámeme Walt.
Entonces salió por aquella puerta blanca, cerrándola con
suavidad, oyendo un fugaz pestañeo al dejar de girar el pomo, por la cual no
volvería a pasar ese hombre nunca más.
En memoria de todos aquellos
Que tuvieron que dar su vida
Por la arrogancia de otros…