No hables, no quiero oír las puñaladas procedentes de tu oscura boca y bífida lengua. Tú vista te delata, esa pupila dilatada, esa mirada nerviosa que está buscando ayuda en nuestro alrededor, esa gotita, pequeña y brillante que se desliza entre los surcos de tu frente, que resbala y desciende en caída libre hasta último resquicio de tu nariz, desde donde se tira al vacío en su último momento de existencia. Ya he visto que has vuelto a por tus recuerdos, o mejor dicho, las dagas que me dejaste clavadas en mi espalda aquel momento, mi querido traidor. ¡Oh! Perdona, ¿he dicho traidor? ¿Te he ofendido? No quería llamarte eso, quería decir “viejo amigo”. El tiempo ha pasado tanto para unos como para otros, pero sobre ti ha hecho aún más daño, pues tus palabras ya no son hirientes para mí.
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